viernes, 22 de octubre de 2010

Cocinar con el corazón: el anticucho


cToda esa vida misteriosa y primitiva que se agita en el bosque, en las selvas, en el corazón del hombre salvaje. No hay iniciación para tales misterios.
El corazón de las tinieblas, Joseph Conrad

Andy Zimmern es un chef neoyorquino, escritor y conductor de televisión. Su programa Bizarre fods es divertido, y en él podemos entender la pasión y el amor que Zimmern le tiene a la comida. Empiezo este artículo hablando de él porque hay una escena que me cambio la manera de entender, mirar y saborear el anticucho. Hay un capítulo de la segunda temporada de Bizarre foods (2008) que Zimmern dedica a Bolivia. Del episodio recuerdo, sobre todo, el momento en que el conductor de televisión come los anticuchos de la Aspiazu y 20 de octubre (los mejores anticuchos de la ciudad), y dice que es lo mejor que ha comido en Bolivia. Mientras come su plato con lonjas de corazones, en su rostro se dibuja el disfrute del que se encuentra con una sorpresa culinaria, con comida que pasma, no porque no se la espere, sino porque el encuentro que se da en la boca desordena y reinventa el cuerpo que come. Aparte de la imagen de un Zimmern feliz, me llamó la atención la descripción que hace del anticucho. Describía ese plato de pedazos de corazón de vaca a la parrilla con una salsa de ajo, maní y ají. Cuando escuché esto pensé, por un momento, que hablaba de alguna comida que había probado en lugares lejanos. Desde entonces creo que el anticucho es una faceta distinta y peculiar de la gastronomía paceña.

Olvidando el dilema de su origen (que se da en Perú) creo que el anticucho paceño tiene características propias. Hace algunos años probé en Lima un anticucho. Los pedazos eran más gruesos y la carne tenía un sabor fuerte a leña. La papa no guardaba el gusto marcado del carbón. El sabor del ají era más marcado que el del maní. Así fue que entendí la particularidad, y la diferencia, del anticucho paceño con el peruano. Creo que el de acá, además, se come en una versión simplificada y reducida (bocados y tamaños más chicos).

Así como la salteña es un alimento diurno, en La Paz el anticucho es por excelencia nocturno. Es un alimento que se relaciona con la noche. Es por esto que el fuego juega un papel tan importante. El fuego, con su luminosidad, alumbra el espacio oscuro para transformar la carne de corazón cruda. El fuego que se hace más intenso en la oscuridad de la noche, en el frío de la ciudad. Es la presencia de este fuego la que instaura el sabor del anticucho. El tiempo de la noche y la presencia del fuego son lo que forjan esta comida. La parrilla es el instrumento que marca el sabor de la carne de corazón y de la papa. Pero hay un antes del contacto con el fuego. El tiempo se hace presente en esta comida en la instancia de su marinado, que es esencial para el sabor final. El marinado, que es el inicio de la búsqueda del sabor, es el tiempo que antecede al fuego. Es en este momento cuando el corazón se empieza a convertir en anticucho. Pero a esos pedazos de corazón y papa se agrega el elemento que termina de completar este plato: el ají de maní. El ajo fuerte, el ají, el maní y el aceite armonizan ese líquido que podría hacernos olvidar de todo. Este es el tiempo que le sigue al fuego, el tiempo de la unión y la plenitud. El momento en que se completa la comida que vamos a disfrutar.

Como ya lo dije, al oír la descripción de Zimmern se me hizo presente la extrañeza que pone en escena el anticucho. Lo exótico de su sabor y de lo que lo constituye. El anticucho, entrada la noche, alrededor de una parrilla que se yergue como una pira ritual, permite la ilusión de que lo que es extraño y lejano nos parezca normal y parte de nosotros. Perdidos en el deleite, en los sabores fuertes, en el olor del carbón quemándose, el picante de la salsa, nos olvidamos lo extremo de la experiencia de comer el corazón de un animal. No sólo estamos devorando una parte de la vaca, sino su centro, su lugar más íntimo. Es una suerte de ritual desplazado. Somos caníbales comiendo la fuerza de nuestro contrario derrotado, pero ese contrario es un animal de granja. Una vaca. Entonces, el anticucho nos degrada (y en el mejor de los sentidos) a una experiencia ritual totalmente callejera y urbana. La salsa del anticucho, hay que aceptarlo, conjuga sabores a los que nuestro paladar paceño y su tradición gastronómica no están acostumbrados. Es una excepción. Por eso creo que el borde de la acera, a altas horas de la noche (con los humores del alcohol en la cabezo, o no), es el espacio en que se disfruta mejor el anticucho. Es desde esa paradoja, desde ese humor, desde esa extrañeza, que entendemos lo bizarro de esta ciudad donde podemos disfrutar y darle un poco de razón a Andy Zimmern.

Dejando lo solemne a un lado, los retruécanos y juegos del lenguaje que se pueden hacer con el corazón de vaca que se cocina (el título de este artículo es una pobre muestra) son también una parte de la picaresca de esta experiencia culinaria. Otra parte del juego es el acto de comer con las manos, eliminando la distancia de los cubiertos, y llevándonos a la boca pedazos del corazón de nuestra víctima vacuna. En este contacto, el de los dedos que palpan el corazón que vamos a devorar, que sienten la textura y la forma desde la proximidad, que untan los pedazos en la salsa espesa y que instauran el orden de los bocados alternando las papas con la carne, es en esta cercanía que nos alejamos de nosotros, para hacernos extraños, y nos sorprendemos cada vez (creo que esto es verdad para los que nos encanta esta comida) que nos metemos un pedazo de corazón a la boca.

Nota: Debido a una semana de lluvias intensas, me fue imposible sacar fotos. La semana siguiente las saco y modifico el artículo.

viernes, 15 de octubre de 2010

EL MUNDO EN UNA SALTEÑA

 Cuando hace algunos meses imaginé este blog, supuse que lo más acertado para comenzar sería escribir un artículo sobre uno de los elementos centrales de la gastronomía paceña: la salteña. Esta empana es el motor que mueve la mañana paceña. Supongo que si se hicieran cálculos, los números reales de las salteñas consumidas en una mañana (en una semana, en un mes, en un año) serían asombrosos. También pienso que cuando un paceño se aleja por mucho tiempo de la urbe paceña, la salteña es la comida que la mayoría extraña más visceralmente.

La misma empanada siempre ha estado rodeada de un halo de misterio y de indeterminación. Sus pasados son muchos, y los relatos históricos sobre ella hablan de un origen azaroso y misterioso. Entre las muchas versiones de su invención, prefiero la de Ramón Rocha Monroy (que a se vez sigue la de Ricardo Pérez Alcalá), evocando a una mujer de salta sin nombre que para combatir el frío elaboró esta casi mágica receta en la ciudad colonial de Potosí (es un deber para el lector leer la parte en que se inventa la salteña en Potosí 1600). Antonio Paredes Candia atribuye la receta a Juana Manuela Gorriti. En este sentido el pasado ficcional de la salteña se explica al probarla, la experiencia que esta empanada nos brinda es sublime y nos evoca mundos que intuimos, que alguna vez hemos habitado y a los que volvemos, pero que no podemos explicar. 

Más allá de su historia y su origen, la salteña es una de las facetas más vivas de la gastronomía paceña. Hay muchos lugares para comerla, así que creo que de una vez debería empezar a nombrarlos. Quiero empezar hablando de las salteñas de La Gaita, una salteñería bastante tradicional y con varios años en la ciudad, pese a su cambio de local. Empiezo con La Gaita porque recuerdo que en ese local pasé tiempos muy felices con varios amigos (que siguen siendo mis amigos de ahora) y que comíamos tres salteñas con un vaso grande de licuado de leche con frutilla. Las salteñas eran grandes, un tamaño mayor al que actualmente tienen las de otros lugares. Nos quedábamos charlando mucho tiempo sobre nada y disfrutábamos la comida que devorábamos sin llenarnos. La Gaita fue una de las primeras salteñerías que me enseñaron que detrás de la salteña había algo más. Ahora siguen siendo sabrosas, pero su tamaño disminuyó considerablemente, como su sabor. Por los periódicos, hace algunos años, me enteré de un suceso extraño que sucedió una noche en el restaurante y que terminó con la muerte del dueño. Luego las cosas cambiaron, tamaños y sabores, como cambia todo luego de un acto de violencia.

Actualmente son unos cuantos establecimientos que se disputan el monopolio de la salteña. Monopolio, en todo caso, totalmente falso, ya que hay una salteña diferente en casi cada esquina. Por eso creo que en las variaciones de la receta original se encuentra lo lúdico de este alimento. Cada variación es una versión del universo.

Tres sabores regionales (sin alejarse de un centro común) se presentan en la salteña que se sirve en La Paz: el cochabambino, el chuquisaqueño y el paceño. Al decir esto quiero decir que la salteña paceña (interesante juego de palabras) es una empanada gastronómicamente de la ciudad, pero con particularidades específicas. Las salteñas de Los Castores son grandes y con bastante jugo, las picantes son las mejores. Hace algunos años probé ahí una salteña de fricasé que me gustó mucho (era una salteña con mote adentro) pero que descontinuaron, ignoro las razones. Las salteñas Paceña y las Ortiz son clásicas en la ciudad. Salteñas pequeñas con huevo duro con un ají que no es fuerte pero que armoniza los sabores. En este sentido, las salteñas Chuquisaqueñas concentran un sabor típico de los ajíes de esas regiones. Creo que entre estos tres extremos se encuentra la salteña de El Hornito. Ahora bien, ya que de esto se trata, creo que todas estas salteñas tienen cualidades que otras no como también algo que falta. En todo caso, para mí, las mejores salteñas de la ciudad son las Chuquisaqueñas (que se encuentran en la plaza Abaroa). Su sabor es muy marcado y creo que la fuerza de su jigote radica en la armonía en que todos los ingredientes se juntan para hacer la empanada perfecta. Elijo esta antes que las anteriores porque creo que en su interior se está jugando sutilmente con la esencia paradójica misma de la salteña, y que lo logra armónicamente. Casi nunca, creo, nos hemos preguntado que tiene una salteña Chuquisaqueña, y ese olvido logrado por el encantamiento es una cualidad que no podemos pasar por alto. Pese a lo que acabo de afirmar, La Paz es una ciudad hecha de salteñas, he nombrado sólo algunos lugares (los más conocidos, locales que sólo sirven salteñas), pero estoy seguro que existen establecimientos en la ciudad que esperan con salteñas de otro mundo. 

 Antes de terminar es importante hablar de la actualidad de la salteña y sus posibilidades. En este sentido es necesario detenernos en las variaciones contemporáneas de la salteña. Dos son esenciales en esta experiencia: la salteña de queso de El Hornito (que se encuentra en la 6 de agosto y en la 21 de Calacoto) y la salteña de fritanga de las Chuquisaqueñas. La de queso es una de las mejores variaciones a las que he asistido en la gastronomía paceña; es una salteña inolvidable. Y no, no es una empanada de queso; la masa casi crocante, el poco jugo con ají y un queso criollo que no se derrite del todo pero que guarda su textura como una esponja cargada de sabor son razones imperiosas para que la persona que sea fanática del queso vaya mañana a comprarla. La de fritanga es como comer un plato entero envuelto en masa; hay algo en el hecho de comer ají, chancho y masa a las diez de la mañana que me seduce profundamente. El ají es dulce y suave y los pequeños trozos de chancho cocinados a la perfección producen una explosión de sabores criollos en nuestra boca.


Sé que la salteña no es solamente paceña, como también sé que sus orígenes no se remontan a esta ciudad, pero estoy convencido de que es un elemento importantísimo dentro de su gastronomía actual. En la salteña, en su jugo, en su jigote, en su ají, vemos reflejado lo que buscamos para ser felices. La salteña es un resumen de nuestros deseos. Creo que todo lo que nos hace bien se encierra en la masa de una salteña.
 




jueves, 14 de octubre de 2010

PRESENTACIÓN


 
La intención de este blog es la de instaurar un espacio de reflexión y de divagación en torno a lo que se puede comer hoy en la ciudad de La Paz, Bolivia. En todo caso, es un acercamiento lúdico a la experiencia gastronómica que nos permite la hoyada paceña. En este sentido, la búsqueda de verdades o de respuestas no es uno de los objetivos, sino un acercamiento al disfrute por medio de la escritura y sus posibilidades. El gusto, la relación apacible con la comida, es lo que se busca en “Ají”- La diversión y el placer que nos produce comer. La Paz es una ciudad que centra su atención notoriamente en sus rituales gastronómicos y que ordena sus horas en relación al desayuno, el almuerzo, la hora de té y la cena. Es por esto que creo que la comida se apropia de uno de los espacios más importantes de la cotidianeidad del ciudadano paceño.

La comida nos revela quiénes somos y cómo pensamos. Es por esto que este blog trasmite claramente una posición personal ante la realidad, una experiencia privilegiada de mi relación con la comida, con la que, en todo caso, creo que muchas comensales de esta ciudad se pueden identificar. La experiencia culinaria nos enfrenta a otro tipo de ordenamiento del mundo, la comida transforma verificablemente la realidad y nos permite enfrentarnos a ella de manera diferente, recreando nuestra vida y su avance. Este blog tiene mucho, entonces, de memoria e imaginación, que creo que es la mejor manera de hablar y pensar la comida que ya se ha disfrutado. Es desde un presente en el que la comida no está (donde quedan sabores y olores para reconstruirlos en la cabeza y en la escritura) desde donde quiero hablar. Me parece que es la mejor forma de respetar y rendir honor a los ingredientes que devoramos en un plato (o en un alambre, o con las manos, o en papel, etc.)

Me parece importante, al presentar este blog, reconocer que mi pasión por la comida nace de la influencia de mi abuela Truddy Aliaga Bruch. Mujer que desde mi infancia me presentó las recetas más deliciosas que recuerdo, pero que además me obligó desde mis diez años a comer tres platos en cada almuerzo que ella cocinaba. Así, llegué a entender que la comida es cariño y es disfrute. Es alegría, pero a la vez es responsabilidad. También me parece que es necesario recordar a dos mujeres que me siguen alimentando y que me revelan cada vez nuevas cosas sobre la cocina: mis tías Sandra Aliaga y Martha Badani. También habría que aclarar que tres personas me han influenciado importantemente con relación a la reflexión sobre la experiencia gastronómica, sobre todo en el momento de escribir crítica: el escritor cochabambino Ramón Rocha Monroy, el filósofo francés Michel Onfray y el chef estadounidense y conductor de televisión Anthony Bourdain.

Cada bocado de comida es un lugar en el que se juegan muchas cosas. Creo que en el fondo se trata de buscar la armonía o la disonancia placentera de los sabores que empiezan a afectar nuestra lengua, nuestro paladar, nuestro olfato, nuestra vista.

De lo que me dice cada bocado y cómo me cambia la vida es de lo que les quiero hablar en este blog.